Como cada tarde, Lucía salía con su guitarra para tocar en las calles más concurridas de Madrid. Gran vía, Sol, Colón, Callao… éstos lugares se llenaban de magia cuando ella tocaba. La gente cambiaba las prisas y el mal humor por un gesto de agrado, que rápidamente se convertía en algo más que eso. Se podría decir que las personas entraban en un estado de éxtasis y felicidad súbita. Todos los espectadores que se agrupaban alrededor de Lucía, intercambiaban miradas cómplices y surgía la magia, el amor y la amistad. Un día la magia continuó cuando la música ya había terminado y la gente se había disuelto; tan sólo seguía un hombre que seguía observando. Ahora ya no se fijaba en la música que Lucía tocaba. Tampoco en su guitarra. Se fijaba en sus ojos, que no paraban de mirarle. La magia continuó durante veinte años… y así nací yo, fruto de la magia.
Entro en su cuarto y sólo veo puntos luminosos esparcidos en una oscuridad total y etérea. Brillan con una intensa luz, oscilando cada pocos segundos, de un lado para otro. Después su destello se hace más tenue, y vuelve a brillar con fuerza de forma intermitente de nuevo, como si fuese una misteriosa fuente de energía. Tardo en darme cuenta de que es un cielo estrellado. Un pequeño retazo del universo ha venido a parar de forma inexplicable a esta habitación, en el suelo de aquel familiar cuarto, donde hicimos tantos experimentos Dani y yo. Experimentos de todo tipo: extraños, atrevidos, retorcidos y todos ellos muy peligrosos. Siempre queriendo retar los límites de la realidad sin ver las consecuencias de aquellos actos. Ahora entiendo que pasó aquel día, aquel martes noche, cuando desapareció la familia de mi amigo Dani. Él quería ir allí. Aquel increíble lugar al que alguna vez fuimos. Por poco morimos en el intento por una confusión milimétrica de coordenadas. Le dije que esperara
Comentarios
Publicar un comentario