Allí nunca pasaba
nada interesante, decían los más jóvenes. Demasiados robos, decían los más
viejos. Pero Pablo era un niño que siempre encontraba la parte mágica y
maravillosa de la vida. Le gustaba mucho su barrio. Observaba asombrado como
las cigüeñas sobrevolaban la iglesia y los tejados de las casas de Vallecas y
se posaban en lugares imposibles de creer, con una elegancia y maestría
impensable. También le encantaba observar a la gente de su barrio. Todos tan
diferentes… la cultura, el color, las costumbres. Para Pablo era un espectáculo
admirable. Pero lo que a Pablo más le llamaba la atención era la “Casa de la
Parra”. Tenía una gran parra enredada a una pérgola situada en la entrada de la
casa. Tres escalones y un pequeño patio decorado con plantas, figurillas de
duendes y dos entrañables abuelitos observando siempre desde sus sillas de
forja, formaban parte del teatral escenario. Pablo juró haber visto a los
duendes de su patio cantar, bailar y reír en la noche y asombrado les preguntó
a los ancianos. Estos le respondieron:
— los duendes de nuestro patio son como este barrio… unos lo ven lleno
de vida y magia, otros nunca ven nada interesante.
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