EL BOSQUE DE LOS OJOS
Llevo un
rato andando y siento que alguien me espía. Algo quieren de mí. Me observan. Lo
sé. Es como si tuviera cientos de ojos encima de mí, pero me vuelvo rápido y no
veo a nadie. Solo troncos de árboles. Troncos enormes. No son muy gruesos, pero
son muy altos. Altísimos. y arriba del todo tienen frondosas copas con tal
densidad de vegetación que no dejan pasar ni un rayo de sol. Varios de esos
troncos son ideales para calentarse, pienso. Al fin y al cabo, soy leñador y he
derribado cientos de árboles como esos. De buena mano sé que son la mejor leña
que hay por estos recónditos lugares. Pero ahora me invade un sentimiento de
culpa. Pienso que alguien quiere que rinda cuentas por haber cortado tantos
árboles. Por dejar desnudos tantos bosques, por haber acabado con tantas vidas.
Pero sólo son árboles. ¿Por qué pensar eso ahora? Ahora que es tan tarde. De
noche incluso. Casi no hay luz y empiezo a sentir miedo. Cada vez que me vuelvo,
no veo nada ni a nadie, pero creo que cada vez son más ojos los que me observan…
¡espera! Veo unos ojos. Unos ojos grades. Y no sólo en un sitio ¡en varios
diferentes! Tras los árboles… o detrás. O, no espera. En los árboles. Los ojos
son de los árboles. Son árboles con ojos. ¡Santo cielo!. Empiezo a dar vueltas
en círculo y veo ojos por todos lados. Todos los troncos tienen varios ojos que
se abren y cierran desapareciendo. Otros se quedan abiertos y me miran
fijamente. Me asusto y corro, pero el suelo empieza a ondularse. Los ojos no
paran de mirarme y los troncos me hablan.
—Tú…tú… tú mataste a los nuestros. ¿Nuestras familias dónde
están? ¡Devuélvenoslas! ¡Maldito! ¡Maldito seas tú y todos los tuyos!
Corro más y
ellos mueven sus ramas. Me impiden el paso, pero les esquivo. Ya estoy cerca de
casa y cientos de árboles corren por mí.
—¡Nooo¡, grito.
Mi mujer me
ve llegar, gritando como un loco…
—¡Los árboles, los arboles quieren acabar conmigo, me quieren
comer y no paran de mirarme para controlar mi cerebro! Quieren ahorcarme, no
perdonarán todo lo que hecho.
Mi mujer con ceño fruncido me mira y suspira.
—¡Felipe, maldita sea, entra en casa ahora mismo! ¡Me tienes
harta! ¡harta me tenéis, tú y tus árboles! Te dije que dejaras de comer esas
setas alucinógenas. ¿Pero todos los días va a ser igual? Ahora me darás la
noche y me dirás que un árbol se nos ha metido en la cama, que te siguen
observando, que vas atacar tu primero. Anda siéntate en el sofá y que sea la última
vez. Voy a prepararte una infusión a ver si se pasan un poco los efectos.
—Felipe. Felipe… ¡Suelta esa hacha! ¡Felipe! Nooooooo.
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