Llevo un año viviendo aquí y ningún vecino me parece normal. El del primero
nunca sale de su casa, pero siempre está mirando por la ventana como si
quisiera salir. El del segundo sólo sale los fines de semana a ver a sus
padres, pero el resto de la semana tampoco se le ve por el edificio. Luego está
el del quinto, que es el presidente. Es al vecino que más veo. Siempre está de
aquí para allá buscando algún problema que solucionar y alguna avería que
arreglar. Preguntando a todos los vecinos como están y llamando a casa a horas
poco oportunas. Es raro pues es el más mayor de todos los vecinos. Tiene casi
setenta años, sin embargo, no para de molestar. Se lleva un poco mal con la del
tercero, que siempre monta el espectáculo gritando como una loca porque cree
que la quieren asesinar, y cada dos por tres, llama a la policía para que
vengan al edificio. El del cuarto parece que siempre está de mudanzas, porque
no hay semana que lleve enormes muebles a su casa o los saque de ella. Está
liado con la del segundo y van de un piso a otro a dormir o comer, pero nunca
se instalan en ninguno de los dos, así que después del presidente, es al que
más veo por la escalera. La del segundo es una señora mayor que es
increíblemente cotilla. Siempre abre un poco la puerta después de que oye bajar
o subir a alguien por la escalera. Si sales a la calle se queda viendo un poco
escondida tras su cortina para que no la veas, pero ella te puede ver bien y te
sigue con la mirada sin ningún pudor. Incluso si te das la vuelta y ves que te
está observando, no deja de hacerlo; simplemente se esconde un poco más tras la
cortina, pero clava tu mirada con cara de pocos amigos, como si quisiera
degollarte. En el quinto vive un matrimonio sin hijos que no hablan con nadie.
Sólo se relacionan un poco con el presidente, pero al principio creí que eran
mudos y trataba de relacionarme con ellos mediante señas, hasta que me di
cuenta que no querían hablarme. Mi mujer y yo vivimos en el sexto y somos los
únicos que tenemos hijos. Trillizos. Tres preciosas niñas de seis meses. Quisimos comprar un pequeño chalet, pero fue imposible.
Son carísimos y este tipo de apartamento fue lo único que nos pudimos permitir.
Ni siquiera con el sueldo de los dos nos alcanzaría para cambiar a un piso más
grande. Nos conformaremos con lo que tenemos, aunque a veces llegue a ser
delirante la convivencia con vecinos tan raros. Sin embargo, pasan los días y
pasamos desapercibidos, llevando una mínima relación en nuestra comunidad. Pero
todo cambia cuando se va acercando la víspera de navidad. Los vecinos parecen
estar más unidos que nunca y se reúnen en el portal. También quedan para ir a
dar largos paseos por el barrio. A menudo se dejan la puerta abierta para que
el acceso sea más fácil entre ellos sin miedo a que les roben o entren
desconocidos. Poco a poco, empiezan a saludarnos de forma más atenta y
efusiva. Nos preguntan por nuestras
hijas, por nuestros trabajos, por nuestra salud, por nuestros padres, por
nuestras aficiones. Mi mujer y yo no entendemos este cambio de actitud, pero
sonreímos y contestamos siempre atentamente. Un día intentamos unirnos a uno de
sus paseos matinales, pero rápidamente nos esquivan y nos invitan con una
sonrisa a seguir por otro lado. Esa misma semana decidimos ir a una reunión de
la comunidad. Nos hemos enterado de la misma escuchando a los vecinos de al lado
hablar de ella. Prácticamente nunca les oímos, así que aprovechamos el descuido
que han tenido para acoplarnos a la reunión sin avisar. Cuando llegamos todos
nos miran con cara seria. Durante unos segundos casi ni nos hablan. Sólo nos
miran o se miran entre ellos con cara de pocos amigos. Sus rostros están
pálidos. Con una forzada sonrisa les digo:
— Nos hemos enterado de la reunión por…
sin terminar la frase el presidente dice:
— Vosotros no podéis estar aquí.
Mi mujer y yo nos miramos con cara de sorpresa. No sabemos que
responder. Mi mujer reacciona y dice:
— Pero, ¿Cómo que no podemos estar aquí?
¡Esto es una reunión de vecinos! ¡Pagamos la comunidad, así que aquí nos
quedamos!
— Deberíais estar con vuestras hijas,
cuidándolas. Ahora mismo podría estar pasándoles cualquier cosa.
— ¡¿Pero qué demonios dice?! Le increpo yo.
— Disculpe, quizá debimos avisarles antes.
Dice el presidente con un tono misterioso… y prosigue:
—Durante décadas esta comunidad ha ido
perdiendo todos los niños que han entrado en el edificio. No sólo los que han
nacido aquí. Todos los menores de diez años de una forma u otra han perecido
dentro de este edificio. Ya sea por accidentes, homicidios, incendios. Tanto de
nuestras familias como de otras que venían como invitadas. Así que, perdonar
por nuestro comportamiento, pero no creo que debamos juntarnos con ustedes. Uno
de nosotros probablemente tenga una maldición o quizá la comunidad entera esté
maldita. Quién sabe. Pero creo que sería mejor no correr ningún riesgo y…
ustedes por su parte y nosotros por la nuestra. Al fin y al cabo, a nosotros ya
no nos quedan niños.
Mi mujer y yo nos quedamos atónitos.
— ¡Joder, esto sí que es fuerte! ¿Qué digo yo
ahora? Están todos locos o son idiotas, una de dos, Pienso.
Sonrió un poco y digo:
— Bueno, no hay problema, entendemos la
situación.
Mi mujer sonríe más aún. De forma
forzada y nerviosa, y dice a continuación.
— Si, ya nos vamos, no se preocupen por
nosotros.
— ¡Maldita sea! —Grita enfurecido el
presidente.
— ¡Tómense este asunto con la máxima
seriedad!
Su expresión ha cambiado. A pasado de ser un angélico ancianito a
parecer un ser endemoniado. Sus ojos y boca están desencajados por la ira. Sus
manos han empezado a temblar. Además, nos señala con la llave del portal casi
en señal de amenaza. A todo esto, nosotros nos hemos quedado totalmente
paralizados. Después vuelve a cambiarle el rostro. Se calma y vuelve a dibujar
una dulce expresión. Añade:
—No temáis, nosotros cuidaremos de que a sus
hijas no les pase nada.
Nunca estuvimos en una situación tan extraña.
Mi mujer me aprieta la mano y me hace un sutil gesto para que nos vallamos. Nos
despedimos con un simple adiós entre dientes, mientras todos nos miran callados
y sonríen. Empezamos a subir las escaleras cada vez más rápido, pensando en
aquella última frase que ha dicho el viejo maniaco.
— ¿Cómo que ellos nos ayudarán a cuidarlos?
¡Pienso irme de este vecindario en cuanto pueda!
Llegamos por fin a la vivienda y abrimos a
toda prisa la puerta. Vamos al cuarto donde están nuestras tres hijas pequeñas.
— ¿Y la niñera? Pero… ¿Dónde se ha metido la niñera? Debería
estar aquí, en el cuarto, con nuestras pequeñas.
Rápidamente miramos dentro de la cuna y…
— ¡Dios mío, no están dentro de la cuna!
Más alterados todavía, revisamos todas las habitaciones. Llamamos a
Karla, la niñera, y no contesta. De repente aparece por la puerta y vamos
corriendo a interrogarla. Nos dice que los vecinos le han dicho que se los
dejara y acaba de bajar a las niñas. ¿Pero… cómo es posible? ¡No nos hemos
cruzado por la escalera y este edificio no tiene ascensor! ¿Y cómo los ha
bajado sin la cuna? ¿Alas tres en brazos? ¿Le habrán ayudado los vecinos del
quinto que no estaban entre los demás vecinos de la reunión? Mi mujer y yo
rápidamente nos hacemos todas estas preguntas en nuestras alteradas cabezas,
pero sin decir nada bajamos veloces como el rayo de nuevo escaleras abajo. Al
no verlos en el portal bajamos al sótano, donde también están la sala de
calderas y los trasteros. Con ayuda de un extintor tiramos la puerta abajo y
vemos a todos nuestros degenerados vecinos. Están con la luz apagada y con
algunos mecheros móviles y linternas encendidas en alto. Hay manchas rojas por
todo el suelo y un saco grande y mugriento en el centro de todos ellos, que
está lleno de bultos hasta la mitad. El presidente me mira fijamente y sonríe
diciendo:
— ¿Habéis venido a la reunión? pues… resulta
que se ha ido la luz.
—¡Maldito maniaco degenerado! Grito lleno de
ira y arremeto contra el atacándole con un cuchillo de cocina. De pronto se
interpone la señora del cuarto y le asesto una puñada certera, justo en el
corazón. Todos gritan horrorizados, mi mujer, el presidente, y los demás
vecinos. A los pocos minutos viene la policía y ve una horrorosa imagen.
Heridos, muertos, gritos y lloros. Ya nadie sonríe.
Al día siguiente las noticias narran como un vecino perdió los papeles
cuando una niñera quiso robarles las hijas y creyó que habían sido sus vecinos,
con los que no se llevaba muy bien, por lo que ellos afirman. Cuando estos
celebraban una reunión en el sótano de la comunidad se fue la luz y el vecino
confundió unas manchas de pintura con sangre, creyendo que habían agredido a
sus hijas. El presidente sin embargo afirma que ya había avisado a la joven
pareja que debían tener precaución y no dejar a sus hijas solas, ni dejar la
puerta abierta como hacían a menudo, pero que nunca le hacían caso. —Se venía
venir —afirma contundente Félix, el presidente de la comunidad. Enrique
Cojedor, autor de los hechos, ha sido detenido y ha pasado a disposición
judicial, junto con la niñera de la casa.
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